De Herodes a Pilatos, suele ser una frase popular para mostrar el desinterés o la burla con que se tratan algunos casos importantes.
Para mayor claridad de este concepto, significa ir de una persona a otra o de un lugar a otro sin encontrar solución.
Esta expresión es válida al referirse al trato indiferente que recibió el Rey de reyes en aquella época cuando iba a ser juzgado gracias a la irresponsabilidad religiosa.
Jesús ante el sanedrín
Cuando Jesús fue arrestado luego de la traición de Judas, fue inmediatamente llevado ante el sanedrín (Consejo supremo nacional y religioso de los judíos desde el siglo III a. C. hasta el siglo I d. C.).
Sólo el evangelio de Juan nos informa que primeramente llevaron al Señor ante Anás, el cual lo devolvió, atado todavía, al sumo sacerdote Caifás.
Los evangelistas sinópticos narran únicamente la audiencia ante Caifás.
No tenemos ningún detalle de la entrevista con Anás; y la comparecencia de Jesús ante él, en primer lugar, fue tan ilícita, según la ley hebrea, como todas las demás cosas que se hicieron esa noche.
Más de veinte años antes Anás, suegro de Caifás, había sido destituído de la posición de sumo sacerdote.
Pero durante todo este período había ejercido una influencia potente en todos los asuntos de la jerarquía.
Caifás, como Juan procura informarnos, era “el que había dado el consejo a los judíos, de que convenía que un solo hombre muriese por el pueblo”.
De la narración dada en el cuarto evangelio podemos inferir que ante todo, se sujetó al prisionero a un examen interrogante por parte del sumo sacerdote en persona.
La respuesta de Jesús que no esperaban los sacerdotes
Este funcionario—y sólo podemos conjeturar si fue Anás o Caifás—preguntó a Jesús concerniente a sus discípulos y doctrinas.
Este examen preliminar fue completamente ilícito, porque el código hebreo disponía que en cualquier causa ante un tribunal, el testigo acusador debía detallar sus cargos contra el acusado, y que éste debía ser protegido de cualquier tentativa de hacerlo testificar contra sí mismo.
No obstarnte la contestación de Jesús fue contundente: «Yo públicamente he hablado al mundo; siempre he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y nada he hablado en oculto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído, qué les haya yo hablado; he aquí, ellos saben lo que yo he dicho.” (Juan 18:20-21)
Los sumos sacerdotes no respondieron, pero sí lo hizo un alguacil cobarde que le propinó un golpe, aduciendo que no debía contestar así a sus «jefes».
“Y los principales sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte.”
Toda convocación nocturna del Sanedrín, y más particularmente para considerar un crimen mayor, violaba la ley judía en forma directa.
En igual manera era ilícito que el concilio considerase una acusación de esa naturaleza en un día de reposo, en día de fiesta o en vísperas de esos días.
Toda persona acusada debía ser considerada y tratada como si fuera inocente, hasta que se comprobara su culpabilidad en forma debida. Pero además en el «juicio», los jueces no solamente buscaron testigos, sino particularmente testigos falsos, tratando de que los testimonios concuerden entre sí, pero esto estaba sucediendo y los religiosos, de manera irresponsable, desesperaban.
Los jueces sacerdotales ya habían determinado que Jesús habría de ser declarado culpable del cargo que fuera, y condenado a muerte; su fracaso en hallar testigos contra El amenazaban demorar la consumación de su nefario complot.
Aparecieron otros dos testigos falsos que aparentemente concordaban con lo dicho por Jesús, pero como dice Marcos “ni aun así concordaban en el testimonio”.
No obstante, los sumos sacerdotes estaban obstinados de acusarle por cualquier razón y «qué mejor acusarlo de blasfemia».
Entonces Caifás, no sólo exigió una respuesta al Prisionero, sino ejerció la potente prerrogativa del oficio sumo-sacerdotal, conjurando al acusado como testigo ante el tribunal sacerdotal.
La pregunta capciosa del sumo sacerdote
Por ello, con perspicacia, le exigió una respuesta formulándole esta pregunta: «Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios.
Jesús contestó: “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo.”
Sin más ni más, lo acusaron de blasfemia.
Así fue como los jueces de Israel—entre los que estaban comprendidos el sumo sacerdote, los principales sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo, y el gran Sanedrín, convocado ilícitamente—decretaron que el Hijo de Dios era digno de muerte, sin más evidencia que la de la propia admisión del Acusado.
Según los religiosos, no podía haber más crimen en la afirmación de su Mesiazgo o divina filiación, sino que la declaración era falsa.
Seguidamente, el acto del sumo sacerdote de rasgarse los vestidos fue simplemente una afectación dramática de horror pío por la blasfemia que había herido sus oídos.
La ley expresamente prohibía que el sumo sacedote se rasgara la ropa, pero de otras fuentes ajenas a las Escrituras aprendemos que, de acuerdo con la ley tradicional, era permitida la rasgadura de la ropa como testimonio de un delito sumamente grave, tal como el de blasfemia.
Entonces, el tribunal del sumo sacerdote decidió que Jesús era digno de muerte, y así informaron cuando lo entregaron a Pilato.
El «segundo juicio»
La ley y práctica de la época requerían que a cualquier persona declarada culpable de una ofensa capital, después de ser juzgada debidamente ante un tribunal judío, se le concediera un segundo juicio al día siguiente.
En este enjuiciamiento posterior, cualquiera de los jueces, o todos ellos, que previamente hubiese votado a favor de la convicción del acusado, podía modificar su dictamen; pero ninguno podía cambiar su voto.
Bastaba con una simple mayoría para dar la absolución, pero se requería más que la mayoría para declarar culpable al prisionero.
Por motivo de una disposición sumamente extraordinaria, si todos los jueces votaban a favor de que se declarase culpable de una ofensa capital al acusado, el veredicto no podía aceptarse, y el detenido debía ser puesto en libertad; porque, según se afirmaba, el voto unánime contra cualquier prisionero indicaba que no tenía un solo amigo defensor en el tribunal, y que los jueces pudieron haber conspirado contra él.
De acuerdo con este reglamento de la jurisprudencia hebrea, el veredicto fallado contra Jesús en la ilícita sesión nocturna del Sanedrín carecía de validez, porque se nos dice con claridad que “todos ellos le condenaron, declarándole ser digno de muerte”.
Lucas, que ningún detalle relata del juicio nocturno de Jesús, es el único de los escritores evangélicos que da una noticia circunstancial de las sesiones del día siguiente.
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Menciona: “Cuando era de día, se juntaron los ancianos del pueblo los principales sacerdotes y los escribas, y le trajeron al concilio».
Es probable que en esta sesión efectuada en las primeras horas de la mañana se aprobaron las medidas irregulares tomadas durante la noche.
Leemos que ‘entraron en consejo contra Jesús, para entregarle a muerte”. No obstante, simularon el segundo juicio.
No hubo ni sombra de justificación para que los jueces exigieran que el Acusado declarara; debían haber examinado de nuevo a los que testificaban en contra de Él, pero no feu así.
La primer pregunta que le hicieron fue: “¿Eres tú el Cristo? Dínoslo.” El Señor respondió dignamente: “Si os lo dijere, no creeréis; y también si os preguntare, no me responderéis, ni me soltaréis. Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la diestra del poder de Dios.” Ni la pregunta subentendía, ni la respuesta daba motivo para su condenación.
Pero los irresponsables religiosos dijeron: ¿Qué más testimonio necesitamos? Porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca.”
Jesús fue llevado ante Pilato
El hecho de que Jesús «era digno de muerte» según los religiosos judíos, no podría surtir efecto hasta que lo sancionara el diputado del Emperador, Poncio Pilato.
Pilato tenía su residencia oficial en Cesarea, sobre la costa del Mediterráneo, pero acostumbraba estar presente en Jerusalén en épocas de importantes fiestas hebreas.
El Gobernador y su séquito se hallaban en Jerusalén en esta importante temporada de la Pascua.
La mañana del viernes, todo el concilio, llevó a Jesús atado al pretorio de Poncio Pilato.
Pilato, al entregársele el prisionero, preguntó: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?” La necesaria pregunta desconcertó a los príncipes sacerdotales, quienes con disgusto contestaron: “Si éste no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado.”
Pero el gobernador les contestó: Muy bien; si no queréis presentar la acusación en forma debida, tomadlo y juzgadlo de acuerdo con vuestra ley, y no me molestéis con el asunto. Pero los judíos replicaron: “A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie.”
Juan el Apóstol indica con estas últimas palabras la determinación de los judíos de causar la muerte de Jesús, no sólo con la aprobación de Roma, sino por verdugos romanos.
Si Pilato hubiese aprobado la sentencia de muerte y entregado el prisionero a los judíos para que ellos la impusieran, Jesús habría sido apedreado, de acuerdo con el castigo hebreo decretado para la blasfemia.
Por otra parte, Jesús había predicho claramente que moriría crucificado, método romano de ejecutar a los reos, pero nunca practicado por los judíos.
Además, si los magistrados judíos, hubiesen ejecutado a Jesús, aun con la aprobación del gobierno, podría haber provocado una insurrección entre el pueblo, porque había muchos que creían en Él.
Jesús debía ser muerto bajo la condenación de Roma
Los astutos jerarcas estaban resueltos a causar que fuera muerto bajo la condenación de Roma.
“Y comenzaron a acusarle, diciendo: A este hemos hallado que pervierte a la nación, que prohibe dar tributo a César, diciendo que él mismo es el Cristo, un rey.”
Es importante notar que ninguna acusación de blasfemia se presentó a Pilato, pues de haberlo hecho, el gobernador, pagano consumado de corazón y pensamientos, probablemente habría declarado que la acusación no merecía ser llevada a juicio.
Roma con sus muchos dioses—cuyo número aumentaba constantemente por motivo de la entonces común deificación pagana de seres mortales—no reconocía la ofensa de blasfemia como la interpretaban los judíos.
Los miembros acusadores del Sanedrín no vacilaron en reemplazar el delito de blasfemia, el crimen de mayor gravedad conocido en el código hebreo, con el de alta traición, que constituía la ofensa más grave en la categoría romana de crímenes.
La conducta sumisa, pero a la vez majestuosa de Jesús, sorprendió a Pilato; ciertamente aquel hombre tenía un porte real; nunca había comparecido delante de él otro Ser semejante.
Pilato y el interrogatorio a Jesús
Entrando en el pretorio, Pilato mandó que le llevaran a Jesús. El relato detallado de los acontecimientos, preservado en el cuarto Evangelio, da a entender que también entraron algunos de los discípulos, entre los cuales casi es seguro que se hallaba Juan.
Cualquier persona podía entrar libremente, porque la publicidad era uno de los aspectos efectiva y expresamente proclamados de los juicios romanos.
Manifiestamente sin ninguna animosidad o prejucios contra Jesús, Pilato le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” Jesús le contestó: “¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” Como lo indica la respuesta de Pilato, la pregunta con que nuestro Señor contestó la otra, dio a entender, y tenía por objeto que así se entendiera.
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Si Jesús hubiera respondido “sí”, habría sido cierto en el sentido mesiánico, pero incorrecto en cuanto a su significado terrenal; y a la inversa, un “no” podría haberse entendido como verdadero o falso.
De modo que Pilato le respondió: “¿Soy yo acaso judío? Tu nación, y los principales sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?
Respondió Jesús: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.
Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad. oye mi voz.”
«Yo no hallo en Él ningún delito»
El gobernador romano comprendió que sería absurdo considerarlo como una amenaza a las instituciones romanas.
Pilato oficialmente anunció a los judíos la absolución del Prisionero. El veredicto que pronunció: “Yo no hallo en él ningún delito.”
Pero los sacerdotes y su sed de sangre inocente no se detuvieron y gritaron: “Alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí.”
La referencia a Galilea sugirió a Pilato otra manera de proceder.
Habiendo confirmado, tras una investigación, que Jesús era galileo, determinó que el Prisionero fuese llevado a Herodes, gobernador vasallo de esa provincia y que “en aquellos días también estaba en Jerusalén”.
Por este medio Pilato esperaba zafarse de toda responsabilidad en el asunto, y además, podría ser el medio de hacer las paces con Herodes, “porque antes estaban enemistados entre sí”.
Jesús es llevado ante Herodes
Herodes Antipas, era hijo de Herodes el Grande, era tetrarca de Galilea y Perea en esa época, y según el uso popular, aunque sin sanción imperial, se le llamaba rey para halagarlo.
Herodes tenía la característica de entregarse a los placeres mundanos, por ello lo conocían como degenerado.
Fue él quien ordenó el asesinato de Juan el Bautista.
Había llegado a Jerusalén con gran pompa para participar en la fiesta de la Pascua.
Herodes quedó muy complacido cuando Pilato le envió a Jesús, porque despertó su curiosidad que tenía de ver a Jesús, acerca del cual tanto había oído, cuya fama lo había aterrado y por medio de quien ahora esperaba ver efectuado algún milagro interesante.
Cuando Herodes vió al renombrado Profeta de Galilea atado delante de él, custodiado por una guardia romana y acompañado de los oficiales eclesiásticos, dejó a un lado su temor pensando que podía haber sido la reencarnación de su víctima asesinada, Juan el Bautista.
Comenzó a interrogar al Prisionero, pero Jesús guardó silencio. Los principales sacerdotes y escribas lo acusaron con vehemencia, pero el Señor no habló una sola palabra.
«Id, y decid a aquella zorra»
Herodes fue el único personaje en toda la historia a quien Jesús haya dirigido un epíteto despreciativo: “Id, y decid a aquella zorra”—había expresado en cierta ocasión a unos fariseos que vinieron a El con el rumor de que Herodes intentaba matarlo.
Y les dijo: Id, y decid a aquella zorra: He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra.
Lucas 13:32
Por lo que sabemos, Herodes también gozó de la distinción de ser la única persona que vio a Cristo cara a cara y le habló, y sin embargo nunca escuchó su voz.
Para todos, Jesús, había tenido palabras de consuelo o instrucción, de amonestación o reproche, de protesta o denuncia, respectivamente; sin embargo, para Herodes la zorra, sólo un silencio desdeñoso y real.
Ante su silencio, Herodes pasó de preguntas insultantes a hechos de vejación perversa.
Con sus soldados se burló de Cristo, y “le menospreció y escarneció”.
Entonces para ridiculizarlo, lo vistió “de una ropa espléndida y volvió a enviarle a Pilato”, advirtiendo que hallaba nada en Jesús que justificara su condenación.
Jesús nuevamente ante Pilato
El procurador romano, viendo que no podía eludir el deber de seguir considerando la causa, “convocando a los principales sacerdotes, a los gobernantes, y al pueblo, les dijo: Me habéis presentado a éste como un hombre que perturba al pueblo; pero habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no he hallado en este hombre delito alguno de aquellos de que le acusáis.
Y ni aun Herodes, porque os remití a él; y he aquí, nada digno de muerte ha hecho este hombre.
Le soltaré, pues, después de castigarle.” El deseo de Pilato de salvar a Jesús de la muerte fue justo y genuino; su intención de azotar al prisionero, cuya inocencia había afirmado y reafirmado, representaba una concesión infame al prejuicio de los judíos.
Sabía que carecían de fundamento los cargos de sedición y traición; y que era ridícula en extremo aun la denuncia misma por parte de la jerarquía judía, cuya lealtad simulada a César sólo servía de pretexto a un odio inextinguible e inherente.
También sabía perfectamente bien que los oficiales sacerdotales, impelidos por la envidia y la maldad habían entregado a Jesús en sus manos.
Prefirieron a un asesino antes que al Salvador
Era costumbre de que en la temporada de la Pascua el gobernador perdonara y diera su libertad a cualquiera de los prisioneros condenados que el pueblo eligiese.
En esos días se hallaba encarcelado, esperando su ejecución, “un preso famoso llamado Barrabás” que había sido juzgado culpable de sedición, pues además de incitar al pueblo a que se insubordinara, también había cometido homicidio.
Este hombre había sido declarado convicto precisamente de los mismos cargos de que Pilato, en forma particular, y Herodes, por inferencia, habían absuelto a Jesús, aparte de lo cual Barrabás también era asesino.
Pilato pensó en pacificar a los sacerdotes y al pueblo, soltando a Jesús en cumplimiento de su acto misericordioso esa Pascua; significaría una admisión tácita del juicio pronunciado sobre Cristo en el tribunal eclesiástico, y virtualmente la confirmación de la sentencia de muerte, reemplazada por un perdón oficial.
Por tanto, les preguntó: “¿A quién queréis que os suelte: A Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?”
Parece que hubo un breve intervalo entre la pregunta de Pilato y la respuesta del pueblo, durante el cual los principales sacerdotes y ancianos se dispersaron entre la multitud, incitándola a que demandara la libertad del insurrecto y asesino.
De modo que cuando Pilato volvió a preguntar: “¿A cuál de los dos queréis que os suelte?”, la turba gritó: “A Barrabás.” Pilato, sorprendido, chasqueado y enojado, entonces preguntó: “¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo?” Todos gritaron: “¡Sea crucificado! Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!”
El gobernador romano, turbado en extremo, sintió miedo dentro de sí.
Aumentó a su perplejidad un mensaje amonestador que recibió de su esposa, mientras se hallaba sentado en el tribunal: “No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él.”
Es típico que los que no conocen a Dios son característicamente supersticiosos.
Pilato se lava las manos
Pilato temía el terrible presagio que el sueño de su esposa podría pronosticar; pero hallando que no podía prevalecer, y previendo un alboroto entre el pueblo si persistía en defender a Cristo, pidió agua y se lavó las manos delante de la multitud—acto simbólico con que desconoció toda responsabilidad, y el cual todos entendieron—declarando a la vez: “Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros.”
Siguió entonces el terrible grito con que el pueblo del convenio decretó su propia condenación: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.”
La historia proporciona espantoso testimonio del cumplimiento literal de tan horrorosa invocación.
Pilato soltó a Barrabás, y entregó a Jesús a los soldados para que fuese azotado.
La flagelación era el terrible preliminar de la muerte sobre la cruz. El instrumento de castigo era un azote de muchas correas emplomadas, en el extremo de las cuales se colocaban filosos fragmentos de hueso.
Se sabe de casos en que los condenados murieron bajo el látigo, librándose así de los horrores de la crucifixión en vida.
De conformidad con las costumbres brutales de la época, Jesús, agotado y sangrando de la horrible flagelación que acababa de recibir, fue entregado a los soldados semisalvajes para que se divirtieran.
Como no se trataba de una víctima común y ordinaria, toda la compañía se reunió en el pretorio para tomar parte en aquel pasatiempo diabólico.
Desvistieron a Jesús, colocaron sobre Él un manto de púrpura y entonces, impulsados por un realismo endemoniado, tejieron una corona de espinas y la colocaron sobre la cabeza del Sufriente.
Le pusieron una caña en la mano derecha como representación del cetro real, y postrándose ante El en homenaje burlón, lo saludaban, diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!”
Arrebatándole la caña, le golpeaban la cabeza brutalmente con ella, incrustando las crueles espinas en su carne temblorosa; lo abofetearon con los puños y escupieron sobre El con vil y depravado abandono.
Pilato probablemente había estado observando en silencio esta barbarie.
La hizo cesar y determinó intentar una vez más conmover las fuentes de piedad en los judíos, si acaso existía en ellos.
Pilato pretende una vez más calmar los ánimos
Salió y dijo a la multitud: “Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él.”
Era la tercera proclamación definitiva que el gobernador hacía de la inocencia del prisionero. “Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!”.
Parece que Pilato creía que la lastimosa apariencia del Cristo azotado y sangrando podría ablandar el corazón de los judíos enfurecidos; pero no surtió tal efecto.
Consideremos el terrible hecho: ¡Un incrédulo, un pagano que no conocía a Dios, abogando ante los sacerdotes y pueblo de Israel por la vida de su Señor y Rey! Cuando los principales sacerdotes y oficiales, insensibles ante el cuadro que estaban presenciando, gritaron con un odio cada vez mayor: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!”, Pilato pronunció la sentencia fatal: “Tomadle vosotros, y crucificadle”; y añadió con énfasis acerbo: “Yo no hallo delito en él”.
La cruel e irresponsable religiosidad de los sumos sacerdotes entenebreció el momento, claro, para cumplir las Escrituras, pero eso no justifica la barbarie cometida en aquel entonces.
Se recordará que la única acusación que le imputaron a Cristo ante el gobernador romano fue la de sedición; los judíos acosadores cuidadosamente habían evitado mencionar siquiera el delito de blasfemia, ofensa por la cual habían juzgado a Jesús digno de muerte.
Ahora que habían arrebatado a Pilato la pena de crucifixión, descaradamente trataron de aparentar que el decreto del gobernador sólo era la ratificación de su propia sentencia de muerte, de modo que dijeron: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios.”
¿Qué significaba Hijo de Dios?
El impresionante título “Hijo de Dios” hirió más profundamente la conciencia turbada de Pilato.
Una vez más llevó a Jesús al pretorio y le preguntó alarmado: “¿De dónde eres tú?” La interrogación se refería a que si Jesús era humano o sobrehumano.
Una afirmación directa de la divinidad del Señor habría atemorizado pero no iluminado al gobernador pagano, por tanto, Jesús no respondió.
Pilato, más perplejo todavía, y tal vez un poco ofendido por este aparente desprecio de su autoridad, le exigió una explicación, diciendo: “¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?”
A esto Jesús respondió: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba; por tanto, el que a ti me ha entregado, mayor pecado tiene.”
La posición de uno y otro quedó invertida: Cristo era el juez y Pilato el objeto de su juicio.
Aunque no quedó absuelto, el romano fue declarado menos culpable que aquel o aquellos que entregaron a Jesús en sus manos y le habían exigido un decreto injusto.
Aun cuando ya había dictado la sentencia, el gobernador todavía buscaba algún medio para libertar al sumiso Sufridor.
Percibiendo las primeras señas de su vacilación, los judíos lo recibieron con el grito: “Si a éste sueltas, no eres amigo de César; todo el que se hace rey, a César se opone.”
Pilato se sentó en el tribunal que se hallaba situado en el lugar llamado el Enlosado o Gabata, fuera del pretorio.
Estaba ofendido por causa de aquellos judíos que habían osado insinuar que él no era amigo de César, insinuación que podría resultar en que una embajada de quejantes se presentase en Roma para dar un informe falso de él mediante una acusación exagerada.
Señalando hacia Jesús, exclamó con sarcasmo manifiesto: “¡He aquí vuestro rey!” Pero los judíos contestaron con gritos amenazantes y siniestros: “¡Fuera, fuera, crucifícale!”
Recordándoles mordazmente su estado de subyugación nacional, Pilato les preguntó con ironía más punzante aún: “¿A vuestro rey he de crucificar?” Y los principales sacerdotes gritaron en alta voz: “No tenemos más rey que César.”
Así fue, y así había de ser. El pueblo, que por convenio había aceptado a Jehová como su Rey, ahora lo rechazaba en persona y no reconocía más soberano que César; y súbditos y siervos de César han sido a través de los siglos.
¡Cuán lamentable el estado del hombre o nación que de corazón y espíritu no reconoce más rey que a César!
La crucifixión de Jesús
Prácticamente en seis horas, batiendo todo record de injusticia, Jesús soportó todo este proceso y finalmente fue crucificado.
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Cuando Jesús iba camino al Gólgota (Lugar de la calavera) la obligación era que cada ajusticiado lleve su propia cruz.
En este caso no fue por compasión que dejaron que otra persona le ayude a cargar el madero, sino por temor que se les muriese en el camino.
Y llevándole, tomaron a cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús.
Lucas 23:6
Hasta dónde llegó la maldad de los sacerdotes.
No todos eran enemigos de Jesús, las mujeres que no pidieron la crucifixión de Jesús lloraban y se lamentaban.
Pero también, no todas eran discípulas de Jesús sino de aquellas que se entristecen por los muertos (lloronas) pero no les duele el pecado de los gobernantes ni del pueblo.
Por ello, Jesús se vuelve a ellas y las confronta.
Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos.
Lucas 23:28
Pero cabe recalcar que Jesús se dirige a las mujeres religiosas de Jerusalén y no de Israel.
Una gran multitud se juntó para llorar mientras veían a Jesús en la cruz quien yacía clavado al madero y fue puesto entre dos criminales.
Su costado fue traspasado por una lanza y mientras sangraba uno de los dos criminales le pidió a Jesús que se acordara de él cuando estuviera en su reino, a lo que Jesús le respondió: “En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
El otro malhechor seguía burlándose de Jesús.
Poco tiempo después Jesús alzó su mirada y viendo a los cielos clamó a Dios diciendo: “Perdónalos porque no saben lo que hacen” y antes de tomar su último suspiro Jesús dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, consumado es.”
Eventos extraordinarios marcaron la muerte de Jesús.
El cielo permaneció en oscuridad por tres horas, mientras Jesús colgaba de la cruz. Al momento de su último suspiro, la tierra tembló y el velo del templo se rasgó.
La crucifixión de Jesús fue parte del plan de Dios desde el principio.
El pecado abundante de hombre requería de un sacrificio muy grande.
La vida pura y sin pecado de Jesús fue dada en sacrificio para que la humanidad pudiera encontrar y tener una redención y salvación delante de Dios.
Fuente: Church Of Jesuschrist | Biblia Vida